De vez en cuando la cortina de la ventana real dejaba traslucir la esbelta figura de la princesa, que con un noble gesto y una sonrisa aprobaba la faena. Todo iba bien a las mil maravillas, se hicieron apuestas y algunos optimistas comenzaron a planear los festejos.
Al llegar el día noventa y nueve, los pobladores de la zona salieron a animar al próximo monarca. Todo era alegría y jolgorio, pero cuando faltaba una hora para cumplirse el plazo, ante la mirada atónita de los asistentes y la perplejidad de la princesa, el joven se levantó y, sin dar explicación alguna, se alejo lentamente del lugar donde había permanecido cien días.
Unas semanas después, mientras deambulaban por un solitario camino, un niño de de la comarca lo alcanzó y le preguntó directamente:
-¿Qué te ocurrió? Estabas a un paso de lograr la meta, ¿por qué perdiste esa oportunidad? ¿Por qué te retiraste?
Con profunda consternación y lágrimas mal disimuladas, el plebeyo contestó en voz baja:
-La princesa no me ahorró ni un día de sufrimiento, ni siquiera una hora. No merecía mi amor.
Lección
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